Matar
era fácil. “Pero no así, no”, reflexionó
Brun con impaciencia y se pegó unos justazos en los borceguíes:
a él le correspondía esperar ahí, sentado en
el fondo del cañadón mientras Gorbea y sus hombres
cazaban del otro lado de esa loma. Pero ya estaba harto de esperar
y se había atado el cabestro de su caballo en un pie. Por
lo menos quería estar cómodo, aunque con cada disparo
que se escuchaba, el animal se estremecía, sacudía
la cabeza y pegaba un tirón del cabestro. Podía ser
por los disparos –calculó sin precisión–
o por algún tábano que lo estuviera mortificando.
“Pero no, no”, volvió a reflexionar. Su irritación
lo obligaba a ser preciso: no era por los tábanos que su
caballo se sacudía así ni se mataba de esa manera.
Y
a causa de eso había discutido con Gorbea antes de que saliera
a cazar.
“–No,
no...” –le había dicho como si lo fatigara discutir
sobre la mejor manera de cazar indios–. “No estoy de
acuerdo con usted.”
“–¿No?
–Gorbea se había sonreído blandamente–.
“¿Por qué?”
“–Porque
es mucho mejor hacer un rodeo.”
“–¿Como
si fueran guanacos?”
“–Como
si fueran guanacos o cualquier cosa –había asegurado
Brun–. Lo importante es amontonarlos.”
“–Comprendo...
comprendo...” –Gorbea se sobaba los brazos, él
se irritaba–. “Es que usted está acostumbrado
a organizar palizas con los lobos” –dijo–. “Por
eso prefiere un rodeo...”
Pero
lobos marinos o guanacos o lo que fuera, pensaba Brun con un malestar
inseguro, era mucho mejor rodearlos y hacer un montón para
ir arrimándolos hacia la costa.
“–Y
no andar cazando al ojeo, de a uno...” –había
dicho.
“–Un
tirito aquí y otro tirito allá, ¿eso es lo
que le molesta?”
“–No,
Gorbea. Entiéndame: es el tiempo que se pierde.”
–”No
es para tanto...”
“–¡Sí
que es para tanto! Porque como usted quiere hacer, lleva demasiado
tiempo y es peligroso.”
–”¿Peligroso?”
–Gorbea no se dejaba convencer con esas cosas, era terco con
lo que alguna vez le había salido bien–. “Pero
si a la gente le gusta, se divierte.”
“–Pero
¿nosotros venimos aquí a divertirnos o a qué?”
–por un instante, Brun había creído que Gorbea
le iba a decir que lo entendía y que no se irritara porque
tenía razón, pero Gorbea apenas si le había
repetido:
“–A
la gente le gusta, Brun” –después había
montado en su yegua y había trotado hacia la loma cubierta
por los pequeños cráteres de esos nidos. Allí
lo esperaban Bianchi y el manco Bond adormilados arriba de sus caballos.
Esos eran nidos de patos shacks, cientos de nidos de barro y paja
que cubrían la loma amarilla, y los caballos de Bianchi y
del manco Bond habían tenido que avanzar a los saltos; la
yegua de Gorbea, no, porque ese animal ancho los sorteó haciendo
eses.
“–A
la gente le gusta, Brun.” Gorbea había aludido de esa
manera a Bianchi y a Bond. Esa era su gente. Y los tres habían
desaparecido detrás de una loma. Y cada vez que sonaban los
disparos allá al fondo, se oía un aleteo y una nube
de patos shacks ascendía, temblaba un momento a unos metros
del suelo y se volvía a asentar suavemente.” –A
la gente le gusta, Brun”, había repetido Gorbea antes
de salir a cazar.
Brun
estiró las piernas, bostezó y volvió a sacudirse
los borceguíes con la fusta: hacía más de una
hora que esperaba allí sentado, y no sólo se había
sacudido los borceguíes hasta que le dolieron las pantorrillas
sino que también se había arrancado las costras de
barro de las suelas. Hasta había tenido tiempo para castigar
reflexivamente dos toscas que había elegido: una que parecía
un cigarro “Avanti”, con el mismo color y la misma forma,
y otra que no era nada más que una bolita y que rodaba entre
sus pies.
De
vez en cuando se marcaba un largo silencio después de esos
“¡Craann!” que retumbaban del otro lado de la
loma donde se extendían los nidales de los patos shacks.
Cada silencio no era un descanso donde él se pudiera tumbar
sobre la espalda dejando que el sol le calentara la ropa. El sabía
que cada silencio era una pausa. Nada más. Más largo
el silencio, mejor puntería, más certero el tiro.
Apretar los dientes, no respirar y que el índice de las carabinas
quedara sobre algún pecho. O, no. Mejor sobre algún
vientre. Porque matar era como violar a alguien. Algo bueno. Y hasta
gustaba: había que correr, se podía gritar, se sudaba
y después se sentía hambre. Y esa especie de polvareda
temblorosa que con cada estampido se levantaba unos metros del suelo
y se volvía a achatar sobre la loma, podía ser una
manga de langostas. Es decir: una nube que se estremece por dentro
y se desplaza oscureciéndose por partes, como una gigantesca
madrépora.
Los
disparos continuaban, cada vez más espaciados, seguramente
más certeros. ¡Craann! Sobre los nidos de patos shacks.
¡Craann! Brun seguía repasando su diálogo con
Gorbea mientras esperaba: tenía que repetírselo mentalmente
hasta que lo ganara. “–¡Pero venimos a divertirnos
o a qué?”, había preguntado él. “–A
la gente le gusta”, era lo último que le había
respondido Gorbea. ¡Craann! Y la nube de patos, que chillaban
como miles de langostas que se estuvieran devorando entre sí,
se inflaba y después se sosegaba blandamente sobre el campo
y sobre los diminutos cráteres de sus nidos. ¡Craann!
El tiempo pasaba. Más de una hora. Casi dos y todo porque
Gorbea no le había hecho caso. El viento soplaba del lado
del mar, pero no levantaba polvo en esa loma negra y muerta, rayada
por miles de grietas. ¡Craann! Era allá, al fondo del
campo donde estaban cazando. Brun no había dicho que no quería
participar. Ni eso ni otra cosa. Solamente se había sentado
en el suelo mientras la yegua de Gorbea trotaba en dirección
a los dos hombres que lo estaban esperando. Que Gorbea hiciera lo
que le pareciese mejor, al fin de cuentas era él quien se
ocupaba de cazar. Brun lo había mirado alejarse calculando
vagamente que el balanceo de las ancas de la yegua bien podía
ser del trasero de Gorbea. “–A la gente le gusta, Brun.”
Y en ese momento estarían galopando por encima de esos nidos
diseminados uno al lado del otro, iguales a las raíces de
un monte que acabaran de talar. ¡Craann! Talar un monte a
la altura de las raíces y dejar todo ese espacio despejado.
¡Craann! Lo que molestara tenía que ser eliminado.
Que toda esa tierra quedara limpia, bien lisa para empezar a trabajar.
De eso se trataba. Los disparos se habían espaciado. También
se alejaban. Ya estarían por Punta Loyola, pensó Brun.
Un
grupo de patos se había desprendido del resto y revoloteaba
por encima de su cabeza. Cuando planeaban bajo se les veía
la panza violeta. Ya estarían por Punta Loyola, volvió
a calcular Brun. Esta vez con mayor nitidez. Y faltaría poco.
Había depositado la fusta entre las piernas y amasaba sus
dos piedras, la alargada y la redonda, y fugazmente estableció
que la redonda le gustaba más, hasta se la podía meter
en el bolsillo y llevársela para ponerla en algún
lado. Arriba de una repisa o bien para apretar papeles. Para algo
serviría. ¡Craann! Seguramente Gorbea, Bianchi y el
manco Bond estarían correteando por la playa de Punta Loyola.
Ya ni bajarían de sus caballos para esperar, porque los disparos
se escuchaban uno después del otro. Tirarían desde
arriba de los caballos nomás. Una cabalgata, a todo lo que
dieran, Gorbea, Bianchi y el manco Bond. ¡Craann... craann...!
Y no era el eco. Qué iba a ser.
La
nube de patos daba vueltas y vueltas por encima de sus nidos. Ya
no se asentaban. Parecían atolondrados y soltaban unos graznidos
metálicos y seguramente –presintió Brun–
empezarían a roerse entre ellos como insectos. Entonces sacó
su Malinchester y apuntó hacia arriba. ¡Aaanc! El estampido
fue al lado de su oreja y el caballo pegó un tirón
del cabestro. Nada. La nube de patos seguía cerniéndose
sobre su cabeza. Había errado y eso era una idiotez. Tan
idiota, como que Gorbea hubiera dicho: “–Un tirito aquí
y otro tirito allá” se precisó Brun y volvió
a disparar la Malinchester: ¡Aaanc! Esta vez los ojos de su
caballo se agrandaron como si lo hubiera injuriado. Y cuando Brun
descubrió el cuerpo de ese pato que se había desplomado
sobre la tierra, a unos metros de sus pies, se sintió decepcionado:
su buena puntería no lo entusiasmaba y Gorbea ni ninguno
de sus acompañantes le importaban un bledo. Ya terminarían
esos de cualquier manera, estarían correteando por la playa
como si persiguieran a guanacos o a lobos marinos en una veloz y
despiadada cacería. O a animales que vivían y corrían
y se largaban a gemir cuando los golpeaban, y que no se escondían,
sino que atropellaban con todo su terror, aullando con las bocas
abiertas, húmedas. No como si tuvieran miedo a morir, sino
a morir delante del manco Bond, por ejemplo. Miedo para gritar por
lo que les iban a hacer después de morir. Era eso. “El
manco Bond”, pensó Brun. Era famoso en toda esa parte
de la Patagonia. Bond. Y cuando esos animales –o lo que fuera–
caían, él los golpeaba hasta que agachaban la cabeza,
no miraban más y quedaban completamente oscurecidos como
su propia piel.
Brun
tenía que seguir esperando. Allí, sentado al pie de
su caballo, en el fondo de ese cañadón completamente
desierto y liso como el cañón empavonado de su Malinchester.
Pero la pistola estaba caliente. Claro que sí, como los cuerpos
de los animales o de los indios después de una cacería:
cuando estaban por morirse roncaban como si solamente les doliera
alguna parte del cuerpo. Los lobos marinos tenían una piel
lisa y suave, los guanacos una piel peluda y suave, y una concesión
de tierra se conseguía tranquilamente con que la solicitara
uno cualquiera: algún cuñado o mejor, un peón
al que alguna vez se le había vendido algo. Primero había
que pedirla: todo era cuestión de presentar uno de esos formularios
del Gobierno. Después había que limpiarla. ¡Craann!
Allá abajo seguían cazando. Ya estarían por
terminar, pensó Brun sin ninguna certeza. Era un cálculo,
simplemente, porque lo lógico era que tardaran mucho más.
La nube de patos shacks se había desinflado sobre sus nidos
como una enorme víscera. Nada. Ni un latido a lo largo de
ese cañadón. Y del otro lado de la loma estaba el
mar, y el viento soplaba a ras de tierra, como si se arrastrara.
Las nubes permanecían inmóviles y a él le ardían
los ojos. ¡Craann! Los disparos se habían ido espaciando.
Seguramente habría quedado algún cuerpo horquetado
en uno de esos nidos. Un cuerpo de indio echado hacia atrás,
con una mancha negruzca entre los muslos, pensó con malestar.
Hubo
un largo silencio y después no se oyeron más disparos.
Entonces guardó silenciosamente su Malinchester toqueteándola
varias veces para comprobar si estaba bien, si colgaba bien. Buen
cinto, buena cartuchera.
Por
fin, sobre la loma de los nidos apareció Gorbea con su gente,
pero al llegar al filo del cañadón, el grupo de hombres
se paró. El único que siguió avanzando fue
Gorbea. “Demasiado rápido”, pensó Brun.
Estaba harto de esperar, pero una mayor espera lo hubiera ratificado
y Gorbea traía una bolsa que se sacudía contra el
flanco de su yegua. Entonces Brun se fue desatando del pie el cabestro
de su caballo.
–¡Ya
está! –anunció Gorbea desde lejos iniciando
un trote cachaciento que concluyó en seguida–. ¡Ya
está! –repitió más fuerte y dio unas
palmadas sobre su cabalgadura. Por un momento, Brun creyó
que era para apurar su marcha, pero no–. ¡Ya está!
–Gorbea señalaba la bolsa que se bamboleaba pesadamente
contra su estribo.
–¡Sí!
–¿Ya?
–¿Mucho
trabajo? –Brun hablaba desde el suelo, con un aire de incredulidad,
haciendo y deshaciendo un nudo con la punta del cabestro.
–No
–jadeó Gorbea–. Fue fácil. Muy fácil.
–¿Cazaron
al ojeo?
–Y,
un tirito aquí y otro tirito allá.
–Pero...
por la playa corrieron ¿no?
–Un
poco. Pero no perdimos nada de tiempo.
–¿Así?
–Sí
–Gorbea estaba orgulloso de su éxito, pero se reía
cubriéndose la boca, como si incomprensiblemente temiera
que lo escucharan los que se habían quedado en la loma–.
Y es que es maturrango este Bianchi –le secreteó a
Brun.
–¿Qué?
¿Pegó una rodada?
–¡Y
cuándo no! Siempre se cae: la vez pasada... Cuando fuimos
hasta la frontera y cuando lo del río... siempre.
–¿Se
hizo algo? –Brun no estaba preocupado, sino que quería
saber lo que no había visto, lo que le hubiera podido resultar
un contratiempo a Gorbea.
–No...
¡Qué se va a hacer! – la risa de Gorbea ahora
era incontenible, jadeaba y se reía y se secaba la frente–.
¡Si cayó de cabeza!...
–Menos
mal –murmuró Brun sin entusiasmo.
–Sí
–Gorbea todavía hablaba entre jadeos doblado sobre
el borrén de su montura–. Menos mal... –admitió
pasándose la mano por la frente. Parecía satisfecho
con su sudor, con su cara enrojecida y con el calor de su cuerpo–.
¿A usted no le gusta ver, eh? –preguntó bruscamente.
–No
–vaciló Brun–. Yo prefiero... –presintió
que Gorbea esperaba que le dijera: “–Yo no sirvo para
eso” o “–Usted es el que hace lo más bravo
del trabajo.” Y que eso lo tendría que decir humildemente,
sin titubear, justicieramente. También sospechó que
le correspondía excusarse por haberse quedado allí,
sentado en el suelo, esperando, mientras los demás faenaban.
Pero, no. El viento había empezado a soplar duramente, había
que entornar los párpados para hablar y él tenía
el sol de frente. El viento le raspaba las mejillas y ese sol morado
en los bordes lo enceguecía. Había que apurarse.
–¿Y
la gente? –preguntó; allá al fondo esperaban
Bianchi y el manco Bond y parecían contener a sus caballos.
–Conforme
–comunicó Gorbea.
–¿En
serio?
–¿No
le digo que sí?
–Pero...
¿Bond no protestó? –Brun se había puesto
de pie, había recogido su fusta, y se sacudía los
fundillos–. Casi siempre pide más.
–¿Bond?
¡Qué va a protestar!
–Y,
como está acostumbrado a entregar orejas...
–Ese
es un tramposo. Por eso.
–Pero
sirve –Brun lo miró a Gorbea en la cara–. ¿O
no?
–Sí
que sirve... ¡Vaya si sirve! Pero a mí no me arregla
así nomás –aseguró Gorbea–. A mí,
Bond o la mona, me demuestran lo que han hecho, pero bien demostrado.
Nada de mojigangas. Conmigo, si quieren cobrar, me traen de esto...
–Gorbea se había incorporado sobre su montura y se
ponía la mano sobre el sexo–. ¡De esto! –repitió;
después, con cierta ternura tomó el borde de la bolsa
que colgaba sobre el flanco de su yegua y la abrió–.
¿Ve? –mostró–. ¡Todos pagados! y
uno por uno... Y nadie protestó. Ni Bond ni nadie.
–¿Pagó
mucho? –preguntó Brun manteniéndose apartado
de esa bolsa.
–¡No,
qué voy a pagar! –Gorbea estaba entusiasmado, ya no
se secaba el sudor, pero su cara seguía igualmente enrojecida–.
Pagué lo que correspondía, ni medio chelín
de más... –sacudió la bolsa y por la boca de
la arpillera fueron rodando esos muñones sanguinolentos.
“Parecidos
a cebollas”, calculó Brun.
–¿Vio
que no era necesario hacer un rodeo? –seguía Gorbea.
–Sí
–reconoció Brun–. No era necesario.
Pero
el tono triunfal de Gorbea no se aplacaba:
–Yo
tenía razón, ¿eh?
–Sí...
–¿Vio?
Y eso que usted nunca me lo quiere reconocer.
–Sí,
sí... –dijo Brun.
–Pero
es que si a la gente le gusta, hay que dejarla que se dé
el gusto.